Cuando llegamos a Francia, nuestro viaje dejó de ser de pobres para convertirse en de pobres finos. Para empezar, nos hospedamos en un hotelito (sólo 13 habitaciones) en el centro de París, a solo dos cuadras del Louvre. Esa primera tarde hicimos el obligado recorrido por Tuileries, los Campos Elíseos y la llegada al Arco del Triunfo; después nos dirigimos hacia el este, a ver la Ille de la Cité de noche, y regresamos al hotel a dormir.
El viernes probó nuestra resistencia. Comenzamos caminando por el Sena en dirección a la Torre Eiffel. Cuando llegamos, primero tomamos las clásicas fotos desde Trocadero y nos encaminamos a subir a la cima. Llegamos con perfecto tiempo pues, aunque ya nos tocaron algunas colas, cuando bajamos el piso superior ya estaba cerrado por exceso de afluencia.
Paris Las vistas maravillosas de toda la ciudad, en un día despejado hicieron que pasáramos horas arriba. Tras el descenso, cruzamos los jardines aledaños y llegamos al Hotel des Invalides, con su exposición de armas e iglesia militar(!).
La caminata continuó hacia St. German de Pres, luego St. Sulpice, llegando a un pequeño descanso en los Jardines de Luxemburgo. De ahí fuimos al Pantheon, a la iglesia de St. Ethiene du Mont y de ahí a Notre Dame, caminando junto a la Sorbona y St. Severin.
Tras haber visitado Notre Dame, teníamos tres horas para visitar el Louvre, así que ahí nos dirigimos. Me confieso culpable: fue mi tercera visita a París, y apenas la primera vez que entro al Louvre. Ante amenazas de mi padre de que el museo es interminable, nos dirigimos directo a las obras
indispensables: la
Mona Lisa, la
Venus de Milo y las reliquias egipcias. Para cuando terminamos de ver todo eso, estábamos exhaustos, así que nos dispusimos a salir. Pareciera que los letreros de salida son dinámicos, pues siguiéndolos terminamos recorriendo casi todas las salas que nos faltaban, incluidas las ruinas del castillo de Louvre que se encontraba donde ahora está el museo.
Por la noche fuimos a ver la casa de gobierno y al Centro Pompidou, donde comimos unas deliciosas crepas francesas. De ahí caminamos hacia el hotel, dando una vuelta por la iglesia de San Eustaquio, donde se encuentra el
famosísimo Pied de Cuchon (chiste local).
Sacre Coeur El sábado fue menos pesado. Fuimos a
Montmartre, donde visitamos primero la Basílica de Sacré Coeur; después nos fuimos a su famosísimo
cementerio, donde vimos la tumba de
Zolá (aunque sus restos ya no estén ahí),
Foucault y muchas otras. Ya entrados en la zona, admiramos al
Moulin Rouge, aunque no entramos. Luego tomamos el metro hacia la zona de edificios de oficinas conocido como
La Défense, y su Gran Arco, donde había unas esculturas hechas de esferas reflejantes que producían una muy interesante vista de los edificios circundantes.
De ahí cruzamos la ciudad hasta la Bastilla, la Place de Vosges, donde nos sentamos a escuchar a un grupo de cuerdas y de nuevos al Centro Pompidou. Después nos dirigimos a la Sainte Chapelle, pues nos había faltado visitarla el día anterior. Su rosetón del Apocalipsis me encantó.
Mont St. Michel El domingo viajamos al Monte San Michel. Una descripción concisa del lugar sería: una abadía sobre una loma. El resto del lugar no puede ser llamado pueblo, es simplemente una calle con comercios y hoteles que lleva directo a la abadía. Aún así, las vistas que se tienen del mar desde la cima son hermosas. Subimos, paseamos, comimos, y nos dirigimos a San Malo, donde pasaríamos la noche.
Escogimos San Malo porque nos llamó la atención el nombre, prueba de que el nombre no marca el destino, pues si alguien llamado "Malo" pudo ser santo, cualquiera podría. En fin, nosotros pensamos que no íbamos a tener problema para obtener un lugar dónde dormir ahí, pero en el autobús vimos que mucha gente se dirigía al mismo destino que nosotros. Cuando llegamos, notamos la razón:
St. Malo una hermosa playa, junto a un ciudad amurallada antigua que no ha sido tocada por la modernidad, al menos no en su visión exterior. Llegamos a un hotelito a una cuadra de la catedral, en la sección
intra-muros, y luego salimos a caminar. Vimos la fortaleza, los puestos de vigía, los faros, y la playa. La marea subió sorprendentemente rápido, cubriendo rocas que una hora antes habíamos tenido que escalar y separando partes de la muralla de la ciudad. Tras la puesta de sol, yo no pude evitar cenar unas ostras, típicas de la zona.
Como este texto ya se extendió demasiado, voy a dejar el final del viaje y el regreso para otra ocasión.